2.-
Dejé de contar al llegar a 100. Durante cuatro meses, cada nueva captura subía al marcador del grupo de WhatsApp familiar. Al principio, en la emoción de la caza, Carlota, la pequeña de la casa, me acompañaba a revisar las trampas y festejaba nuestros primeros éxitos. Hasta que una rata topo salió viva. El cepo no le había roto el cuello, únicamente le había pillado el morro y el animal se debatía con gran sufrimiento. ¿La soltamos?, preguntó consternada ante aquel animal sufriente. Un instante antes yo me había preguntado lo mismo. Pero, ¿soltar al animal herido apiadado por su dolor y después continuar colocando trampas para contener la plaga? ¿O quizás dejar de matar animales tras percibir el sufrimiento en su agonía? Hasta entonces las trampas me los habían devuelto muertos y no hubo dilema; al fin y al cabo eran ratas de campo, animales que horadan la tierra devorando raíces, matando árboles, creando cráteres donde la bota se hunde y la segadora se traba. No, pedir a la niña que no mirase y romper la columna del topillo herido contra una piedra no fue divertido. Pero sigo colocando trampas y sólo dejé de contar al llegar a cien. En algún momento había que parar.