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Hoy por la mañana revisé las ocho trampas y sólo con una había tenido éxito. Al extraer de la tierra el cilindro descubrí el cadáver de una rata topo. En realidad, se trataba nada más que de una cría que, inexperta, no había desconfiado de las varillas de plástico que se interponían en la galería y que, al tocarlas, habían activado el cepo que la mató. Las demás trampas también habían saltado, sí, pero sus resortes habían reaccionado a la tierra empujada por alguno de los congéneres de la cría. Como de costumbre, cogí el animal muerto y lo arrojé al viejo tocón donde acostumbramos a celebrar la hoguera de San Juan. Una hora más tarde, no quedaba nada. Un ave rapaz, o quizás alguno de los muchos gatos que habitan nuestro pueblo, había dado buena cuenta del pequeño roedor.
Llevo así tres meses. Al principio, no le di demasiada importancia a la plaga. Al fin y al cabo, en nuestra finca casi todos los árboles son viejos, supervivientes a rayos, vendavales, nevadas y animales devoradores de sus raíces; y nuestro huerto es humilde, más un entretenimiento que un proveedor de alimentos. Y, qué quieres que te diga, las topineras, esos montículos de tierra marrón oscuro, me hacían cierta gracia. Hasta que la rueda de la segadora comenzó a hundirse quedando atrapada en las galerías, se secó uno de los manzanos nuevos que plantamos el año pasado y en algunas zonas el prado comenzó a ralear, dando paso a que se propagasen zarzas, ortigas y malas hierbas.
Mientras vuelvo a armar las trampas, reflexiono acerca de ese nuevo grupo del que hablan en el periódico. Seguidores de las teorías de Travis Rieder que optan por no tener hijos para salvar al planeta. Opinan que nosotros somos la plaga.