La fotografía del tapiz de la página web es mi mejor carta de presentación. Una espalda, una camilla, útiles de escribir, un texto, un paisaje, mi uniforme de fisioterapeuta. Nada escogido al azar. El paisaje es el cuadro que cada mañana enfrento desde el estudio donde aún me afano por escribir; la camilla, mi herramienta de trabajo desde hace veinticinco años; las plumas y el tintero sí, son puro artificio -qué haría yo sin el teclado de un ordenador ahora que ni entiendo mi propia letra- idea de Pablo Nosti, buen amigo de café y estupendo fotógrafo, pero la espalda es la de Celia, mi hija mayor, la letra que adorna su espalda, la cuidada caligrafía de mi esposa María Luisa, y el texto, las primeras líneas del relato “La mano de arcilla”.
Con dos años, al recoger a Celia de la guardería me encontré con que, para el Día del Padre, los niños habían imprimido la huella de sus manitas en arcilla como regalo para sus emocionados padres. Fue un regalo inesperado. Y, sí, también yo me emocioné. Durante años tuve aquella mano sobre la mesa del despacho del centro de fisioterapia. La tenía ante mí como otros tienen las fotografías de sus hijos pequeños y la miraba mientras trabajaba. Pero me sorprendí en demasiadas ocasiones sufriendo en la fabulación de que aquel frágil objeto cayese al suelo y se rompiese. La foto, si se extravía, si se le derrama el café por encima o se deteriora por el paso del tiempo, siempre puede ser reemplazada por otra copia, pero la huella de la pequeña y gordezuela mano de mi hija con dos años era absolutamente irreemplazable como lo son un beso o una caricia. En algún momento, este juego de la mente dio un paso más allá, y el objeto que yo veía al tiempo que trabajaba me hizo pensar en otras pérdidas, más importantes, más implacables, con las que suponía que me iba a encontrar en mi periplo como padre. Y escribí “La mano de arcilla”.
Al reeditar con Amazon “Retratos de familia”, he vuelto a releer estos relatos escritos hace ya quince años. Leo y veo sus fallos en la estructura, en la impostura narrativa, en el esfuerzo por escribir bien, tal y como acertadamente describió una amiga, pero también reconozco en ellos la fuerza motriz que me empujó a crearlos. Y, entre ellos, “La mano de arcilla” me conmueve porque mi niña Celia ya es la casi mujer que el relato prevé, y veo al padre en que me he convertido y también a aquel que jamás he sido, y sé que las cicatrices de mi hija son las nuestras, y que si la mano de arcilla finalmente se rompe, está ahí la otra, tan distinta, tan cambiada, pero que con tanto placer cojo cuando aún me la ofrece para pasear por la calle.
Puedes leer el relato “La mano de arcilla” pinchando aquí.
Relato incluido en “Retratos de familia”, disponible en Amazón.