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Hoy por la mañana revisé las ocho trampas y sólo con una había tenido éxito. Al extraer de la tierra el cilindro descubrí el cadáver de una rata topo. En realidad, se trataba nada más que de una cría que, inexperta, no había desconfiado de las varillas de plástico que se interponían en la galería y que, al tocarlas, habían activado el cepo que la mató. Las demás trampas también habían saltado, sí, pero sus resortes habían reaccionado a la tierra empujada por alguno de los congéneres de la cría. Como de costumbre, cogí el animal muerto y lo arrojé al viejo tocón donde acostumbramos a celebrar la hoguera de San Juan. Una hora más tarde, no quedaba nada. Un ave rapaz, o quizás alguno de los muchos gatos que habitan nuestro pueblo, había dado buena cuenta del pequeño roedor.